domingo, 22 de mayo de 2011

7. LA SANTA SEDE Y EL PAPADO.


Entendemos por Santa Sede, según ha sido definida por el artículo 7º del Codex Juris Canonici: “No sólo el Romano Pontífice, sino también las Congregaciones, los Tribunales y los Oficios, por medio de los cuales el mismo Romano Pontífice suele despachar los asuntos de la Iglesia Universal”. Precisamente por estar el Papa a la cabeza de la Santa Sede, es que podemos definirla también como el ente central y supremo de la Iglesia Católica. La subjetividad de la Santa Sede dentro de la comunidad internacional, se remonta a la época del nacimiento de esta última y tiene una base histórica innegable, unida a razones de orden espiritual. Por ellas la Santa Sede, aún en la época en que estuvo privada de base territorial entre los años 1870 y 1929, continuó operando como sujeto de derecho internacional recibiendo y enviando agentes diplomáticos y concluyendo actos regulados por el derecho internacional. Pero aún prescindiendo de razones de orden histórico, existen otras de orden puramente jurídico que resultan también convincentes para afirmar la personalidad internacional de la Santa Sede, especialmente en el período más discutido que va precisamente desde los años 1870 a 1929.
Alrededor del año 1850, Piamonte hace suyo el movimiento unitario italiano que pide a Roma como capital y en donde la incorporación del Estado Pontificio al Reino de Italia, fue uno de los puntos del Programa del gran político Cavour. Es así, como en el año 1859, Víctor Manuel II, camino de la unidad italiana, se apodera de la Romaña y de Bolonia, que pertenecían a los dominios pontificios. Dos años después, el 17 de marzo de 1861, éste adoptó para sí y para sus descendientes el título de Rey de Italia, con ello pierden los sucesores de San Pedro parte de sus Estados, que tenían su origen en los tiempos Calovingios. El 27 de marzo de 1861, diez días después de la proclamación de Víctor Manuel de Saboya como Rey de Italia, el Parlamento italiano vota casi por unanimidad una orden del día confiriendo a Cavour su confianza para lograr la unión de Roma a Italia, capital aclamada por la opinión nacional.

Tras la derrota del ejército papal en el año 1870, se verifica en Roma el día 2 de octubre de ese mismo año, un plebiscito que fue favorable a la anexión de dicha ciudad al Reino de Italia, la que fue incorporada por Real Decreto del 9 de octubre de 1870. Sin perjuicio de lo anterior, los vencedores, por respeto a la persona del Papa Pío IX, no entraron a los palacios vaticanos, lo que ha llevado a algunos autores de Derecho Internacional Público a afirmar que el Estado Vaticano, continuó existiendo en aquel reducido territorio en que no fue materialmente sustituida su autoridad por la italiana, manteniendo, asimismo, en forma inalterable su derecho de legación activo y pasivo, celebrando Concordatos, reconociendo nuevos estados, actuando como mediador en algunas controversias y considerando al Papa como jefe de un estado reconocido como sujeto de derecho internacional. De esta forma, se pone fin al dominio temporal de los sucesores de San Pedro, planteándose lo que es conocido como “la Cuestión Romana”, no sólo como un problema nacional sino como una intrincada cuestión internacional. La primera preocupación del Gobierno italiano en esta materia, fue tranquilizar a la opinión católica universal, sin embargo, comprendiendo que en aquellas circunstancias todo acuerdo con la Santa Sede era imposible, presentó al Parlamento Italiano el día 13 de mayo de 1871, las disposiciones del Decreto Real convertidas ahora en proyectos de ley, obteniendo la votación favorable necesaria en el Parlamento, dando origen a la llamada, “Ley de Garantías sobre las Prerrogativas del Soberano Pontífice y de la Santa Sede y sobre las Relaciones del Estado con la Iglesia”. Esta Ley confería al Papa los derechos y honores de un soberano, asimismo,  reconocía a los palacios papales su extraterritorialidad y le otorgaba al Sumo Pontífice una suma de dinero anual.
El Papa Pío IX no aceptó la citada Ley ya que consideraba, por una parte, que ésta no lo obligaba por emanar de un Estado no reconocido por el Sumo Pontífice y por otro lado, la solución propuesta no resultaba satisfactoria, ya que ella emanaba unilateralmente del derecho interno italiano, manteniendo el Papa, en consecuencia, una permanente protesta en contra de lo que consideraba una usurpación.

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